
Como os conté hace un par de días, estoy haciendo un curso sobre Sistemas de Información en la Escuela de Telecomunicaciones de la Politécnica. Como la sesión inaugural era presencial y me tuve que pasar por Ciudad Universitaria para asistir a la charla, aproveché al salir para acercarme a mi facultad, la como siempre imponente, caja de cerillas.
Por si alguno no lo sabe, la «caja de cerillas» es el sobrenombre que recibe la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid, debido a su gran altura (diez pisos) pero escasa profundidad. Parece una caja de cerillas puesta de pie.
Bueno, es caso es que allí pasé parte de los mejores años de mi vida, en una experiencia que recomiendo a todo el mundo que quiera oirme. Por la universidad hay que pasar aunque sea sólo como experiencia vital.
Tras mas de diez años sin acercarme por allí, me acerqué a dar una vuelta a ver si veía a alguien conocido (profesores, naturalmente; no contaba con ver a ningún alumno de mi época), pero no hubo suerte. Aproveché para tomarme algo en la cafetería en la que tantas y tantas horas pasé las mañanas, y lo vi todo cambiadísimo, naturalmente.
No obstante, algo del ambiente de aquellos años pervivía en el aire, y me alegro. Seguía habiendo plastas de la tuna por allí pululando, los rojeras de la ascociación cultural de turno intentando venderte un poster del Che, los machacas del Club Deportivo en su cuartito, esos bedeles con guardapolvos azules, la librería con sus publicaciones especializadas, gente sentada por todas partes (bancos, escaleras, por el suelo)… A los chicos de la UCA los sigo por internet, y me pareció ver a los de Chomón por allí. Eché de menos a los sectarios de Atlántida, pero seguró que estarían por la capilla o los alrededores.
En fin, que a pesar de los dos lustros de distancia, me sentía como en casa de nuevo.